EL ÁRBOL DE LAS FIEBRES un relato del poeta Jorge Nájar
octubre 8, 2020 a las 9:10 pm | Publicado en Artículos sobre Literatura, Comentarios diversos, Comunicación y Cultura, Miscelánea | 2 comentariosEtiquetas: Amazonia, Árbol de la quina, El árbol de las fiebres, Relato de Jorge Nájar
Dicen que los árboles se comunican entre ellos desde mucho antes que los hombres. Dicen que han tejido redes subterráneas para la recepción y envío de mensajes. “Tierras nuevas, bichos nuevos, sus armas avanzan hacia la luz donde he fundado mi ley.” Tal vez. No estoy muy seguro. Creo en cambio que desde el gusano nutriéndose en el interior de una palmera hasta el escarabajo o los pájaros, los roedores, las serpientes, los batracios en las sombras haciendo el amor con los ojos brillantes de placer, las olas que bañan las raíces, la naturaleza en su conjunto nos dice algo constantemente por encima o bajo tierra, utilizando sonidos, olores, señales y vibraciones. “Montes, planicies, árboles gigantes enraizados en los siglos, pájaros cantores, palmeras de siglos a cuya sombra vuelvo a nacer: heme aquí infinitamente nuevo.” Yo he crecido a orillas de los ríos, a la sombra de los campamentos madereros, y cada vez que estoy ante un árbol en el que presumo algo misterioso, acumulación de tiempo y de experiencias, lo abrazo agradecido. “Me vale este día indescriptible. Me vale tu presencia. Yo canto en la oscuridad. Y tú avanzas, monstruo, con la motosierra en los brazos.” No abrazo a cualquier árbol; antes he de sentir si necesita de mi gesto, por su estado, por su color, por las arrugas de su corteza, por los aromas que despide. Por su sombra. Algo profundo y ligero a la vez. Por el aire que canta en su follaje. Algo que me incite a darle el abrazo, tal vez porque vivo necesitado de su sabiduría. “Cantabas por la mañana: ya viene el día, ponte el alma. Canta ahora en la oscuridad: ya viene el amanecer; enciéndete, cuerpo.” He abrazado muchos árboles en cada uno de los parajes del mundo en los que puse los pies. Talvez por eso mismo sé lo que significa abrazar un pisonay andino, de ramas espinosas y muchas flores rojo anaranjadas. Abrazo un palo rosa del bosque húmedo tropical para sentir la fragancia ya no solo de sus flores y frutos, sino de todo el árbol preñado de aromas. Abrazo las acacias de la península ibérica y saboreo sus flores fragantes, blancas, agrupadas en racimos. Abrazar un caobo y contemplar la lluvia de sus flores pequeñas, verdosas amarillentas, de semillas aladas muy amargas, astringentes, extremadamente livianas para que el viento las disperse a cierta distancia, es como asistir a un espectáculo de generación de nueva vida. “En medio de tanta fragancia, ¿dónde el sol?, ¿dónde el poder? Todo es sombra. Todo es inmensidad.” Así y todo, el árbol que más he abrazado a lo largo de mi existencia es el Cedro del Líbano del Jardín Botánico de París ubicado en el quinto distrito de la ciudad, entre la Gran Mezquita, el Campus Universitario de Jussieu y el río Sena. ¿Cómo se explica eso? Gran parte de mi vida me gané la existencia dictando cursos de español para extranjeros en una escuelita de las cercanías. Lo adopté en cuanto descubrí su ubicación y cada vez que he tenido un poco de tiempo he ido hasta ahí, a leer y abrazarlo. O tan solo para contemplar su ramaje y hablarle sin esperar respuesta. Hablarle. Hablarme. “No llamaré a nadie. No encenderé ilusiones. Arderé y me quedaré a tu sombra para nutrir tus raíces.” Lo abracé y lloré a su sombra cuando me enteré que fallecía el jefe de la tribu y que yo no podía volar hasta su lecho para darle un último abrazo. Pero abrazando al cedro descubrí la existencia de una voz silenciosa que dentro de su cuerpo trataba de decirme algo. Al principio no supe descifrar lo que me decía. Ahora sí ya lo tengo claro.
Mi padre me habla desde el meollo de ese árbol.
Yo –me dice–, Octavio Fernández De la Cruz, he trabajado toda mi vida como maderero. Sé lo que son los árboles y los montes. El placer y la felicidad que te invade al descubrir una concentración de grandes proporciones de esta o de otra especie en el corazón del bosque. Un manchal de cedros. Un manchal de caobas. Felicidad y desgracia porque en los bosques del trópico húmedo, desgraciadamente, los paisajes idílicos están ligados a la sangre derramada desde hace mucho tiempo. La exterminación de la quina, el árbol de las fiebres, por ejemplo, infelizmente es una historia llena de esas usurpaciones. Tal el caso también de las exportaciones de la goma a niveles descomunales en un momento de la historia para pasar en cuestión de pocos años a la depresión más inmediata; historia negra, historia de esclavitud que derivó en el primer genocidio del siglo XX engendrado por la explotación del caucho.
El cielo es testigo –me dice esa voz– y también el infierno. Si me das a escoger mi testigo principal, debo confesar que me quedaría con el infierno porque no engendra ninguna ilusión. Tengo todo el cuerpo marcado por los pueblos y los placeres de las orillas del Ucayali, del Urubamba, del Tambo, del Pachitea y de todos los ríos de la cuenca. ¿Así fue mi padre? Me lo he preguntado tantas veces. Yo, Octavio Fernández y sus demás hierbas, no lo conocí personalmente porque recién nacido el bicho nos jugó a mí, mis hermanas y mi madre en una partida de póker: cancelar sus deudas a cambio de nosotros, a cambio de la perla de Contamana y sus crías. Un ser maldito. En cuanto a mi vida y mi ser, en cuanto a mí mismo, pocos son los que me pueden maldecir, tal vez dos o tres pelagatos, y todo porque los hijos de perros sarnosos también existen. Él, en cambio, era el receptáculo de todas las maldiciones que salían de la boca de mi madre, la perla. Para ella, él fue la encarnación viva de la maldición: un larguirucho amante de la fiesta, la guitarra y las congas.
Yo, en cambio, para la casi totalidad de los ribereños he sido como agua bendita. Yo, maderero viejo, he sido el padre, el tío, el abuelo, el hermano de la plebe infecta de estas orillas. He sido el paño de lágrimas de las mujeres abandonadas. He sido el curador de las miserias que engendra la pobreza. No niego que he mandado tumbar los árboles más hermosos de estas orillas, los más fragantes, los más nítidos y los más misteriosos, a golpe de hacha, día a día, con la violencia de las motosierras, uno tras otro. No lo niego. Lo asumo. ¿Qué es una quinilla ante el dolor humano? ¿Qué es un shihuahuco ante la vida agonizante a su sombra? ¿Qué son esos árboles frente a nuestra propia supervivencia? Yo he salvado de la muerte a centenas, a miles de hombres, y ya ni siquiera pretendo hablar de mis hijos. Mi agonía los ha salvado a todos ellos. Desde las buscadísimas caobas y los fragantes palo rosa; desde la misteriosa copaiba hasta la renombrada quina-quina, a todos, una vez troceados en el corazón del monte, los he trasladado de churampa en churampa hasta los puertos, con palancas, con molinetes, con la fuerza de las bestias, con la sangre de los hombres, con la violencia de los triples y de los tractores. A todos, por mí y la famélica legión, los he arrastrado uno a uno. En balsas, en chatas, empujadas por los remolcadores los he llevado, por ríos y por montes, hasta los aserraderos. Y allí, saboreando aguajes, chupando guarapo con los camioneros, los he mandado descuartizar como a las viejas vacas destinadas al mercado, como a los toros inútiles. No he sido el único, Dios me guarde. Una legión hubo detrás. Otra legión hay por delante. Legiones por todas partes. Legionarios para escapar del hambre y morir en el combate, o para sobrevivir como yo en el rincón de la casa que nunca terminé de construir. A la sombra de otros, de mi mujer, de mis hijos, de mis nietos.
Aunque durante el boom cauchero la mayoría de las víctimas fueron los indios, la verdad es que todos caímos en esa hoguera. Los hijos de los conversos refugiados desde el siglo XVI en los poblados de la vertiente oriental de los Andes, bajaron como hormigas cuando se enteraron que uno de sus paisanos se había convertido en el Rey del Caucho a fines del siglo XIX. Venían siguiendo la ruta de los tambos y galpones construidos por los curas a lo largo del varadero que enlaza la cuenca del Huallaga con la cuenca del Ucayali. Por allí llegaron los primeros inmigrantes de San Martín que poblaron Contamana, Catalina, Sarayaco, Tierra Blanca, San Jerónimo. Venía la juventud miserable de esas tierras siguiendo la ruta del más intrépido de ellos: Julio César Arana del Aguila, paisano de mi abuelo, senador de la república. Yo –dice mi padre– soy el hijo de ese gastavidas (“Levántate Flor del valle, sal a tu balcón, / que ahí vienen los Sapos, con el cabezón. / Déjalos que vengan, déjalos venir / que al igual que vienen, se tendrán que ir.”) venido desde Rioja hasta Contamana con una guitarra y el canto para seducir a la hija de otro patroncito protagonista de la masacre de los indios. Con la más fina flor del paraje, enloquecida por su canto (“Tú que me decías, que el Chulla chaqui no salía más (bis) / El Chullachaqui está en la calle, con su último detalle y su ritmo sin igual. / Va, va, va, Chullachaqui ya salió. / Y en la sombra esperándote está”), enfiló hacia Iquitos, la capital del caucho peruano. Allí, entre una tonada y otra, entre juerga y juerga, el sujeto le endilgó dos niñas a la perla de Contamana. Todo eso antes de descubrir que el verdadero escenario de la fiesta era Manaos. Y hacia la fiesta partieron todos. Dicho así todo es sencillo. La vida es mucho más compleja. El rey de la farándula había conseguido en Iquitos ganarse la confianza de una empresa gomera. Y en representación de esta agencia, al trasladarse de Iquitos a Manaos llevaba una pequeña fortuna en su maleta y la misión de establecerse en esa ciudad. Así lo hizo. Los delirios de grandeza eran incontrolables en la cabeza del riojano. Y en una noche de farra jugó y perdió todo lo que sus patrones le habían confiado para instalar la agencia de recaudación de caucho. En la desesperación el tipo no vaciló en poner en juego y perder a su mujer y sus hijos. Ella, la flor de Contamana, pretendió arrojarse del barco sobre un banco de pirañas. Pero algo más fuerte, la supervivencia de su progenie, la contuvo. Se aguantó. Allí nací yo, a mediados de diciembre de 1917 justo cuando el negocio del caucho se estaba yendo a la mismísima mierda en el mercado mundial. ¿Tenía que haberme quedado para siempre en el Brasil? El que se quedó fue él. Mi padre, el vago, el sinverguenza, el gastavidas. Mi madre trenzó pactos y anudó complicidades con quien fuese para escapar y recuperar su libertad. Sólo así pudo emprender el retorno a Iquitos, convertida desde entonces en padre y madre de sus hijos.
El árbol del Jardín Botánico me habla.
¿La historia de la extinción del bosque en la Amazonía? –Es un río de desangre y muerte de millones de hombre, mujeres y niños. Sus autores ahora son nadie, peor que nadie. El caucho engendró la más grande matanza de indios amazónicos para fabricar neumáticos. ¿Es alguien el principal accionista de Peruvian Amazon Rubber Company? Nadie. Nada. El rey de ignominia.
¿La quina? –Ya te dije, su cascarilla comenzó curando las fiebres de los indios, las tercianas de la administración colonial, de reyes y papas hasta convertirse en la salvadora de los ejércitos coloniales de todo el mundo. Existió incluso el Estanco de Quina. Y quien dice estanco dice poder, no lo olvides. Pero ahora todos los poderosos de antaño son nadie.
¿El palo rosa? –El más hermoso árbol en vías de extinción y todo para sacarle su aceite, ingrediente básico en perfumería. Cuando lo abrazo siento los aromas de las quiceañeras y también el de las putas tristes.
¿La caoba? –La mejor madera para los muebles del palacio de los grandes del planeta, resistente a la putrefacción, apreciada por el tono que confiere a los instrumentos musicales.
¿El cedro? –Es un árbol sagrado, en sus entrañas duermen todas las voces. Los que se enriquecieron decapitando manchales, ¿qué son ahora? Nada. Nadie.
¿El tornillo? –Padre y madre de los enchapados.
¿La lupuna? –Los antiguos siempre han considerado que dentro del vientre de ese árbol vive la madre o el espíritu de la selva. Algunos la consideran una bruja, pues se cuenta que muchas familias han perdido algún pariente que no ha respetado el nombre del árbol, sobre todo si alguien se ha acercado y ha hecho sus necesidades a su sombra.
¿El shihuahuaco? –Es el más viejo de todos los árboles del estos bosques, el más resistente; todo un mundo vive bajo su sombra, pero dicen que por la presión del mercado asiático la especie está viviendo sus últimos días. Acabarán con los últimos ejemplares y sus exterminadores se convertirán en nadie. Te juro.
Escucha bien. Todo se funde con la historia de la expansión de los imperios. Absolutamente todo, pero no por culpa sólo de ellos como muchos se complacen en gritar, no sólo por los europeos, los gringos o por los asiáticos. Ellos sin nuestra complicidad no fueran nada. Escúchame. Ningún maderero ha extraído todas estás especies al mismo tiempo. Cada uno trabajó una o dos especies en sus época siempre dependiendo del mercado, el mercado que se lo come todo y nos deja aquí todas las fiebres y toda su mierda. Hay complicidades heredadas de generación en generación.
Así me habla mi padre desde el meollo de los árboles que he abrazado a lo largo y ancho del planeta.
De pronto, en el Jardín Botánico de París, lo veo junto a su madre, la flor de Contamana jugada en una partida de póker en un casino de Manaos.
Mi abuela había fallecido cuando llegó la carta desde Manaos.
Veo a mi padre en la casa de Mayushín leyendo la carta del gastavidas pidiendo perdón por haberlos jugado y abandonado.
Mi padre se queda mudo. Se pone de pie y se va al fondo de la huerta donde crece el cedro que él mismo ha plantado hace ya tantos años.
–No hay perdón –dice y rompe la carta antes de echar los restos a la basura. Siempre a la sombra del árbol llama a su madre en silencio y llora a borbotones.
–De ella descendemos todos sus hijos –agrega– y poco importa ahora quién nos engendró.
Eso dijo o eso creí escuchar yo en París abrazado al cedro del Jardín Botánico.
Mi padre me hablaba desde el corazón del árbol: los hombres somos hijos de quienes nos crían o de la comunidad que nos acoge.
JORGE NÁJAR
Poeta, narrador y traductor peruano, nacido en Pucallpa en 1946, de muy amplio registro creador del que estas páginas ha venido dando cuenta por los méritos de sus obras y el extenso afecto que compartimos. Una vasta producción que va desde su poemario Malas maneras, de 1973 hasta Finibus Terrae (poesía) y Vallejo, la vida bárbara (Narrativa) , ambos títulos de 2019.
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